Lo
único que sabía de él era que proveía a coleccionistas y que tenía un local en
Galería Central. Fui hasta el lugar. Supuse, por ignorancia o atrevimiento, que
alguien que en un local pequeño tenía tanta cantidad de libros, diarios y
reliquias, era un aficionado: un coleccionista.
Estaba
cerrado, así que disqué un número que estaba escrito en la vitrina y coordiné
una entrevista para el día siguiente.
Volví el viernes por la tarde. “Eduardo
Orenstein”, dijo desde su silla. “Adelante”.
El
lugar es cálido y acogedor, tal vez sea por esa magia que irradia lo vintage. “Vivís en Buenos Aires, ¿no?”,
pregunté, aunque la respuesta estaba en el acento: “sí”. Lentes, barba y la voz
grave y clara.
“Yo
no me considero coleccionista. De hecho, desprecio bastante –por más que tal
vez lo sea en algún sentido – a los coleccionistas. No es una cualidad que yo
valoro”.
Así
inició la conversación. ¿Era solo un negocio? ¿Cómo había conseguido tantos
objetos y reliquias?
“Es
cierto que yo tengo una esencia coleccionista. Me gustan los objetos, soy
obsesivo, también, entonces me gusta ordenarlos. Me gusta – si es una sucesión
numérica – completar los números. Tengo muchos rasgos propios del
coleccionista, pero bueno, es con lo que lucho, como luchan casi todos los humanos
con sus propias contradicciones. No me considero coleccionista y no considero
que mi característica coleccionista sea una virtud; es una circunstancia. Los
coleccionistas (…) no son lo que llamaríamos virtuosos: son unos obsesivos de
lo material”.
Un
apasionado de los objetos que no quiere ser coleccionista. Los junta. Los
vende. Conoce a muchos coleccionistas e incluso los cataloga. “Agujeros negros”
es una de sus categorías: ahí se encuentran los que “adquieren un objeto,
tienen la satisfacción de tenerlo – muchas veces es el único objeto que se
consigue – y de ahí el objeto perdió cualquier otra posibilidad de acceso para el resto de la humanidad. Entonces es como un agujero negro en el sentido de
que ‘chupan’ y ya está; el objeto está perdido para siempre. Salvo que se muera
y que haya un descendiente que luego tenga la buena idea de revenderlo o hacerlo
recircular”.
“A
mí siempre me gustaron los objetos y tengo muchos, pero heterogéneos (…). Los
objetos me seducen, tengo un costado fetichista, no completista. Mi casa no es
minimal, no son paredes blancas y vacías, no son muebles cuadrados donde apenas
hay un florerito. Hay muchas cosas. ¿Por qué? Porque los objetos a mí me sirven
de inspiración, me provocan muchas cosas”.
Observé
el local. Diarios, revistas, álbumes, historietas, folletería, artículos de publicidad
y de cine…
“A
mí hay una cosa que sí me gusta y que de alguna forma colecciono (si querés
decirle así), y son colecciones. A mí cualquier colección de cualquier cosa me
llama la atención y eso me gusta y lo guardo. Y por lo general, si es obsoleta, mejor”.
Bajó
el volumen de la radio y comenzó a contarme, entusiasmado, sobre las
colecciones que había adquirido.
“Una vez conseguí una colección de boletos
capicúa. Tenía todos los boletos capicúas, ¡todos! Era de un señor que había
puesto todos los boletos capicúas en un álbum, los había ordenado y a las tapas
del álbum las había hecho firmar por cada uno de los que le habían dado boletos
(…). Pasa que el señor era ascensorista en un edificio (…). Imaginate vos a un
individuo que iba para su casa y durante todo el día subía y bajaba en el ascensor,
y adentro de ese cubículo hablaba con la gente – debía ser simpático – les
comentaba su pasión y cada uno venía luego y le traía los boletos. Él con eso
armo una colección (…). Eso para mí tiene mucha carga”.
Sin
embargo, esta no es la colección que Orenstein considera más extravagante.
“Tengo,
por ejemplo, una colección de bellos púbicos (…) que son de una sola mujer en
relación con un solo hombre. Porque no son ‘de trofeo’. Para mí eso es
extraordinario porque, además, es una prueba máxima de amor en el sentido de
que es un hombre con una sola mujer”.
La
colección es peruana. Estuvo un año para obtenerla. La consiguió por medio de
un amigo que sabía que le interesaría, pero no solo por la excentricidad de la
misma.
“Me
interesa mucho el erotismo (…). Ahora tengo un nuevo proyecto: estoy
estableciendo el Museo Erótico de Buenos Aires. Ahí estoy juntando una serie de
objetos; eso sí es colección, porque en principio no vendo. Pero el sentido que
tiene es ser un lugar de acceso al público”.
Eduardo
ha visitado varios museos eróticos del mundo. Nueva York, París, Amsterdam, son
algunos de los que nombró. Él comenzó a juntar objetos que le interesaban y
cuando se dio cuenta de que tenía un volumen importante de objetos eróticos,
decidió armar el museo. Todavía no abrió el lugar físico, pero ya tiene una web donde se pueden ver algunas piezas (pocas, en relación a las que posee) y entre
ellas hay fotos de la colección de bellos púbicos de la que habló.
¿Su
perspectiva? “Son cosas que reflejan un aspecto de la humanidad que, por lo
menos, es sugerente. Yo parto de la teoría de que lo que se consume, se
difunde, se lee, lo que oficialmente se llama ‘cultura’, que se enseña y se
intercambia, es apenas la punta del iceberg de lo que hace a un individuo (…).
Entonces, con temas tan marginales como puede llegar a ser, entre otros, el
erótico o el que tenga que ver con la actividad sexual, es como si se abriera una
puerta hacia algo desconocido. A mí tampoco me interesa mucho interpretarlo, sino
simplemente sugerirlo”.

Un
hombre ingresó al local.
- ¿Necesita
algo, señor? – preguntó, amable, Orenstein.
- Entré
por curiosidad – le respondió.
Es
que el rincón de la Galería Central tiene mucho para ver y contar. Mientras me
despedía, Eduardo ordenaba folletos antiguos de cine.
“¿No
sos coleccionista, entonces?”, insistí.
“El
coleccionista tiene esa satisfacción masturbatoria de agarrar y decir ‘ta,
tengo el objeto’. Pero es un orgasmo muy chiquito, muy rápido. Y si completó la
colección ya está, ya no va a tener más orgasmos”.